I N T R O D U C C I O N
A mediados del siglo XX,
cada campesino peruano tenía su propio huerto con el que se abastecía así
mismo. No quedaba más remedio. Por la mañana temprano se oía cantar a los
gallos por todas partes, pues casi todo el mundo criaba gallinas. Los niños
volvían a casa de la escuela con los brazos cargados de hierbas que habían
recogido por el camino para sus conejos. Casi todos los aldeanos tenían cerdos,
pollos y conejos, que daban una enorme fertilidad a sus huertos, lo mismo que
los desagües de las casas, pues en aquellos días no había alcantarillado. La
mayoría de los granjeros daban a sus trabajadores una vez al año una o dos
cargas de estiércol que servía para abonar el huerto.
Estos huertos eran muy
productivos y de una gran fertilidad. A nadie que entonces viviera en el campo
se le hubiera pasado por la imaginación comprar verduras. Cuando subió el nivel
de vida de la población y la creciente mecanización de la agricultura lanzó
cada vez a más campesinos a las ciudades, la mayoría de estos excelentes
huertos dejaron de existir. Las hortalizas ya no eran el factor vital y su
lugar lo ocuparon muy pronto las malezas, quedando con frecuencia los antiguos
huertos labrados con esmero, convertidos en verdaderos campos de desolación.
Se inicia un nuevo siglo y la
alimentación, como todo, es cada vez más cara, y se observa un renacer del
huerto como fuente de autoabastecimiento. La gente se da cuenta que de ese modo
puede ahorrar una parte importante de sus ingresos, que sus comidas saben mejor
y que sus hijos crecen más sanos. Además, siempre es saludable un poco de
ejercicio al aire libre y seguir de cerca el ciclo de las estaciones, buscando
un modo de mantener y renovar nuestros lazos con la Naturaleza.
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